La disrupción es uno de los conceptos fetiche de nuestra época. Todo lo innovador tiene un aura notable de prestigio. Sin embargo, hay razones para pensar que la bondad intrínseca de lo disruptivo es una de las supersticiones de nuestro tiempo. Ya Burke nos advirtió en el siglo XVIII que no todos los prejuicios proceden del pasado. Y esto es algo hoy fácilmente constatable. Las ideas más dogmáticamente aceptadas, las que con más rotundidad se imponen sin recibir cuestionamiento, no son las heredadas, sino las anunciadas desde el futuro. Para comprobarlo, basta echar un vistazo a esos titulares preñados de pronósticos sobre el mundo que viene. Enunciados con un ‘así será’ muy del gusto de los algoritmos, convierten la predicción en necesidad. Uno de los más brillantes filósofos conservadores del siglo XX, el inglés Michael Oakeshott, escribió que la innovación puede salir mal, del mismo modo que puede salir bien. También dijo que sus cambios suelen ser mayores de lo previsto y que benefician más a quienes interesadamente los promueven que a quienes desinteresadamente los aceptan. Por su parte, Popper advirtió que el problema de las grandes utopías, que son todas disruptivas, es que dejan tras de sí un territorio devastado. Por eso, desaconsejaba las revoluciones, que son siempre demoledoras, y recomendaba las reformas, que mejoran modestamente sin acabar con lo que había antes. La innovación puede ser la solución, o no. Depende. Si el cambio es a mejor, lo será. Pero si es a peor, no. Y si es a peor, y además provoca una ruptura brusca, será un desastre. Todas estas reflexiones vienen a cuento de las recomendaciones que un comité de expertos nombrado por el Gobierno acaba de realizar en relación con el uso por parte de los niños de los dispositivos digitales. Entre otras medidas, este comité ha sugerido la completa eliminación de las pantallas en la educación hasta los seis años. También ha puesto en solfa la gamificación de la enseñanza, aconsejando la exclusión de las apps con gratificación inmediata. Y ha llegado incluso a pedir que se etiqueten los móviles con conexión a Internet de una forma similar a las cajetillas de tabaco. Las ventajas de la transformación digital para la educación se han demostrado, en buena medida, pura superchería. Antes de convertirse en una de las filósofas más clarividentes del pasado siglo, Hannah Arendt fue maestra de escuela. Progresista en lo político, siempre mantuvo sin embargo que la educación debía orientarse hacia al pasado, nunca hacia el futuro, precisamente para no sustraer a los niños la posibilidad de decidir sobre los cambios sociales. La asimilación acrítica de la tecnología en la educación, y a edades cada vez más tempranas, ha destruido la atención, la constancia, el esfuerzo y la memoria. Pero quizás su efecto más aborrecible ha sido el de convertir a los alumnos en dependientes digitales, condicionando esa posibilidad comentada por Arendt de pensar libremente en qué mundo quieren vivir.
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Author : (abc)
Publish date : 2024-12-03 19:28:36
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