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Lo que pesa el alma

Lo que pesa el alma



Uno solo se aburre de lo bueno cuando lo empieza a convertir en rutina. Lo ramplón es fácil aborrecerlo, lo extraordinario es lo que consigue mantener el tipo frente al sopor y al tiempo. Tras tantas noches singulares, correríamos el riesgo de empezar a renquear ante una misma actividad, pero claro, siempre y cuando no hablemos de flamenco. De flamenco del bueno, claro, del que sale de las marcas de nacimiento de las ciudades, de los patios de las estirpes, de las ramas salvajes del tronco de lo jondo. El que prima lo sentimental por delante de lo comercial, el que se lleva por dentro, el que se practica, pero no se aprende, el que cada día es diferente porque depende del ánimo de la entraña, del pie con el que uno se levanta. El que es una lucha constante entre cuerpo y alma. Y sí, uno puede estar agotado físicamente, pero si el alma pide más, no hay oposición que valga. Si tú no puedes con la tuya, como dices cuando estás vencido, el flamenco te la levanta. En su película, Iñarritu compró los estudios de ciertos científicos y zanjó que la prima invisible del corazón pesaba 21 gramos . Hay quien lo contradice, pero sea lo que sea, el flamenco carga con ello. Lo de hoy va de esto, de esa lucha entre el organismo y el ánima, de esa dualidad sobre la que teorizaban los filósofos. Una fusión que cuando llega a su apogeo arrasa con la emoción. En la Alameda aguarda la noche en la terraza del Dúo Tapas. Por la puerta del local sale a paso diligente Enrique El Extremeño. Lleva un polo blanco y un vaso a medio llenar. Se dirige hacia el teatro media hora antes de que Manuela Carpio presente su ‘En cuerpo y alma’ en la Bienal. En la puerta una señora que está a mitad de camino entre guía y profesora de español, alecciona a un grupo abultado de guiris: «Enjoy, porque el espectáculo es very beatiful. Mañana quiero feedback». Los extranjeros asienten obedientes, como alumnos de primaria. La calle Crédito se ha transformado en la Plazuela de Jerez. Hoy baila una heredera del Barrio de San Miguel, una gitana que aúna en sus apellidos la dinastía de los Moneo y la de los Carpio. En la oscuridad se abre el telón y, con la guitarra de Requena sonando de fondo, aparece Manuela vestida de un rojo acaparador . Mientras ella se mueve, las siluetas en negro de su cuadro acompañan con palmas mudas. Todos los hombres se dan la vuelta y la rodean cuando despierta al suelo con su tacón. Se para en la esquina izquierda del corrillo, frente al Extremeño . El cantaor empieza a acompañar por Cantiñas. Luego le suceden Manuel de Tañe y El Lavi . La jalean Israel del Juanillorro, Iván de la Manuela, Oruco y Torombo. Es un terremoto de personalidad, un hermoso polvorín entregado a lo que le dicta un criterio estrictamente suyo, una intuición sobre lo bonito que sobrepasa las situaciones. En el jolgorio pierde las tres flores de su tocado, los imperdibles salen volando ante la fuerza de lo que ocurre. Se le enreda la falda y lo convierte en magia, en filigrana, en una metáfora sobre la pureza y la improvisación. Acerca del fondo de necesaria imperfección que tiene lo intachable, lo incorregible, lo que no se enseña. A un chasquido de dedos de esta mujer, a un enarcamiento de cejas, a un bostezo de Manuela, a cualquier cosa que salga de su ser, se le quedan cortas las cinco estrellas. Pero aquí no estamos para puntuar, aquí estamos para contar ese codo que se acciona en las butacas cuando el vello pincha, ese resoplo del que acaba de amortizar la entrada. Tras unas oscuras tonás de Manuel y El Lavi. Reaparece la protagonista de negro con lunares. Por bulerías de Cádiz la gitana funde con sus movimientos el metal de la voz de los que le acompañan. Cantes de ida y vuelta. Ole las que mandan, le gritan. Anda perdida en un zapateo eterno, carcajadas de compás cargadas de pellizco. Desde el asiento uno llega a pensar que el mundo acelera. Dan ganas de echar el cuerpo a tierra, pero aún así seguiríamos mirando, hipnotizados con la figura de la matriarca, con su encogimiento de hombros, con su cara de absoluta concentración, con los gritos que le llegan desde el talón a la boca. Gritos de verdad, de nudos desechos en la boca de un estómago lleno de genio. El Extremeño se marca en la penumbra una vidalita. Salen los demás con velas y se sientan en una mesa al fondo. Cuando el veterano acaba, empiezan unas bulerías por soleares. Ella se palpa el cuerpo con temple. Lleva un vestido negro con motivos dorados. De la calma al disloque. Carpio se mete en el caos y empieza a domarlo, lo educa, lo asalvaja. Se lo guarda en el bolsillito de su pecho. Las palmas de los siete hombres son una ráfaga de disparos que ella recibe con sonrisas, con un contraataque de compás. Se lleva la mano a la garganta, aprieta el puño y vuelve a zapatear. «Arrebuscate, jefa». Cuando ya ha roto a hervir la sangre, coge de la mano a los tres cantaores y los coloca delante de ella. Ante ese trío termina de entregarse. «Yo no sé hacer otra cosa que cantar y bailar con el cuerpo y el alma porque así lo quiso Dios», entona Manuela Carpio vestida de rosa. Avisa en el propio cante que su voz es la que es, una herramienta de diversión, una extensión de su baile, de esa manera señera que tiene de expresarse. Su escolta la acompaña y ella se da, su cara ahora es la de una niña que se siente observada en un evento familiar. Tiene un pie en Jerez y otro en la Alameda. La ovación cerrada hace que se lleve las manos a la cara, luego al suelo. La bailaora jadea mientras extiende la palma en el suelo. Está haciendo la digestión de lo que es tener el cuerpo supeditado al alma durante una hora y media. La flor que se le cayó del pelo al principio descansa sobre la punta de las tablas. Vivan las que sienten sin filtros, las que le dan rienda suelta a lo que llevan dentro.



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Author : (abc)

Publish date : 2024-10-02 23:22:38

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